lunes, 16 de junio de 2008

27 DE ABRIL

LA COCINA JEREZANA ES CHAFA, DICEN

En unos apuntes de Bernardo del Hoyo leí un artículo en el que el poblano Rafael Solana, con raíces jerezanas dice que “la cocina jerezana era en realidad, en tiempos de López Velarde y en cualesquier otros tiempos, lamentable por supuesto, por tratarse de un lugar de tierra adentro, para nada entra en ella pescado alguno, ni ningún otro producto del mar, como no sean las latas. Pero tampoco hay verduras, o las hay en muy escasa variedad, y cada una en fechas limitadas, de tal manera que la minuta diaria suele reducirse, como la manchega de tiempos de Don Quijote, a “salpicón las más veces” y a “algo más vaca que carnero”; el plato regional, bien poco artístico, era allá, en la primera mitad de este siglo, un cocido ramplón, sin ninguna delicadeza, y sin la variedad vegetal del de Madrid o el de Colombia”. Y sigue: “no valdría la pena de hacer un libro, ni de leerlo, con las recetas de la cocina jerezana de los tiempos de López Velarde; entre las muchas regiones de nuestro país dueñas de una cocina riquísima, variada y hasta colorida, Jerez de la Frontera no se cuenta. Zacatecas es uno de los pocos estados que no pueden presumir de poseer una cocina espléndida. Otra cosa son Puebla, Veracruz, Campeche, Mérida, Oaxaca, Guadalajara y hasta Chilpancingo”. Esto refiriéndose al libro de “La cocina jerezana” publicado por don Eugenio del Hoyo, en base a las recetas de doña Carmen Cabrera de Del Hoyo.

Pobre señor, se nota que en su casa lo tuvieron siempre “hambriado” o de plano les daba flojera cocinar a las mujeres de su casa. Tengo en mi poder cuadernos de cocina cuidadosamente escritos por tías abuelas, bisabuelas o tatarabuelas, en los que se describe la preparación de deliciosos platillos que seguramente hicieron las delicias de nuestros antecesores. Hay que recordar que antes de la revolución, las pequeñas ciudades eran autosuficientes, eran unidades de producción. Las frutas, verduras y legumbres se conservaban utilizando diferentes métodos, pues no existían refrigeradores, lo mismo que las carnes que se guardaban a medio cocer en recipientes de porcelana y en cuartos subterráneos llenos de arena.

Hay muchos platillos, que se hacen con los elementos de la región, que se preparaban “del diario” o en ocasiones especiales.

LA GRAN FAMILIA Y LAS PAPAS CON CHILE COLORADO

Nosotros fuímos 13 de familia, más otros tantos contando a mis primos y vecinos que revoloteaban por la casa a la hora de la comida. Siempre estaba la olla de frijoles muy bien cocidos, con sus ramitas de hepazote, esperando para que echaran taco, o la gran cazuela de papas con chile colorado que sigue siendo la delicia de mis parientes cuando vienen de visita. O el cocido con garbanzo y arroz en el que nos peleábamos por chupar los tuétanos. Las albóndigas con arroz o en caldo, y que en varias ocasiones me tocaba preparar las pelotitas, amasándolas y paseándolas sobre harina para que agarraran consistencia. Los frijoles guisados o refritos con su chile verde. (Nada despreciable es su aroma a la hora de almorzar). A diario también había sopas de pasta, que de ojo de pollo, munición, de letras, de fideo, de coditos, etc. Mi mamá doraba la sopa, luego le echaba jitomate, cebolla y un diente de ajo molidos y la dejaba que hirviera. Cuando aparecieron los cubos de caldo de pollo también les echaba. Y antes de que soltara el último hervor le vaciaba hierbas de olor bien moliditas, para que tuviera un sabor muy especial y distintivo. Todos los platillos que a diario preparaba eran de lo más chismosos, pues su olor se esparcía a los cuatro vientos, indicando el momento para que los limosneros fueran llegando por su taco. Cuatro o cinco tortillas recién torteadas servían como plato y cuchara y ahí se les servía el guiso del día. Se sentaban en la banqueta disfrutando de la sombra de los árboles (me crié en la calle Mina cuando había árboles). En el zaguán había una olla con agua del pozo y un jarro, para que no se “añusgaran”.

En lo particular, odié para toda la vida el caldo de pollo y la carne de pollo desde una vez que mi tía Lola mató una gallina de esas doradas. La agarró del pescuezo y le dio vueltas y vueltas hasta que la decapitó, con tan mala suerte que quedó todo el pasillo lleno de sangre. Me dio mucha tristeza ver a la gallina sin cabeza seguir corriendo, y a mi tía atrás de ella hasta que la atrapó y la echó a una vasija con agua hirviendo para desplumarla. Ese acontecimiento quedó bien grabado en mi mente y hasta la fecha no hay poder humano que me haga probar platillos que lleven pollo y menos gallinas doradas descabezadas.

Otro platillo odiado es el hígado. Cuando niño, tenía debilidad visual y propensión al estrabismo (estaba medio bizco pues). Mi tía Lupe muy acomedida me llevó a Aguascalientes con un oculista de los más afamados del país. (En esos tiempos poder ser atendido por un especialista era la gran cosa, y no cualquiera se podía dar el lujo, pero mi tío Polo Berumen cooperó para mi atención). El oftalmólogo me recetó gotas, pastillas y “que coma mucho hígado el muchachito”. Y ahí me tienen, comiendo hígado de res, hasta que quedé bien saturado y de ninguna forma que me lo prepararan me hicieron comerlo más. De la vista no sané con eso, más bien me alivié leyendo cuentos del pato Donald, Archi, Superman, Memín Pinguín, etc., que hasta le fecha sigo leyendo, pero ahora por internet.

El tercero en mi lista de odiados es la avena. “Si no se acaban su plato de avena, no salen de la cocina” nos decía mi mamá a mi hermano Anacleto y a mí, cuando teníamos como 5 y 7 años respectivamente. Como medida de escarmiento dejaba a “santa rita” muy a la vista. (Santa rita era una correa de cuero que usaba mi mamá como medida coercitiva y correctiva y que por cosas de la vida resonaba muy frecuentemente en mis nachitas. Muchas veces la tiré al pozo, pero cuando sacaban agua, la maldita correa salía cada vez más curtida, y así mojada me la daban a probar por ser yo invariablemente el que la trataba de esconder siempre). Bueno, pues ahí durábamos tratando de comernos la avena. Una vez sigilosamente me escapé de la cocina y tiré la avena de los dos platos en el corral donde estaban los cochinos, pero estos méndigos animales también la despreciaron y eso que estaba calientita y con leche y azúcar. La maldad fue descubierta y el castigo impuesto por partida doble. (Nos volvieron a servir avena pero ahora regada con lágrimas, porque “santa rita” se impuso). Combinaba la avena con lo que me encontraba en la cocina, pero con nada me la podía comer. Avena con frijoles, avena con fideo, avena con agua, avena con atole, avena con caldo de res. Y es que siempre llegaba a la conclusión que parecía “una vomitada”. Creo Anacleto mi hermano tampoco ha vuelto a comer avena. El come mapaches, correcaminos, víboras, ratas de campo y todo lo que se encuentre en sus correrías por la sierra.

En ocasiones especiales mi mamá preparaba platillos muy ricos, y cuyos ingredientes elegía desde días antes muy cuidadosamente mi hermana Victoria. El miércoles de ceniza, por ejemplo, la cocina y sus alrededores estaban vedados para nosotros hasta que oyeramos el ansiado grito “¡¡¡A comeeerr!!!”. Y todos (incluyendo visitantes que casi siempre había) nos aposentábamos esperando el desfile de comidas ricas de ese día. Desde huachales, nopalitos con chile colorado, chiles colorados rellenos de queso añejo, tortitas de camarón, hasta llegar a la capirotada.

También se preparaba un pozole muy rico en otras ocasiones, todo en base a recetas antiguas. Cabe mencionar que mi abuelo, don Rodolfo Félix, era matancero en La Estancia de los Berumen y sabía preparar todo tipo de embutidos usando recetas que mis antecesores trajeron desde Espronceda, en los montes de Navarra y de la bella Andalucía. Hacía un chorizo muy especial que no necesitaba guisarse para comerse. Lo preparaba con vino tinto, especias y carne de calidad. También preparaba quesos de muchos tipos. Me cuentan que la tradición quesera y choricera de La Estancia parte de ahí.

Comparto ahora, un “Asado de boda jerezano”, que no es comercial, más bien es para disfrutarse en casa. Necesitamos carne de puerco (preferentemente lomo), chile chilacate y chile guajillo (si no sabe cuales son, cualquier chilero le dice), chocolate (de metate, del de Carmela Murillo), piloncillo (a ver donde lo consigue), un poco de laurel, bolillo, cáscaras de naranja, ajo y sal.

Y se prepara así: la carne cortada en trocitos se dora en una sartén (entre más doradita, mejor sabrá el guiso). En una cacerola se doran los chiles y el ajo, a fuego lento. Mientras se remoja el piloncillo y el chocolate para poderlos moler. Cuando ya están los chiles, se muelen, así como el chocolate, el piloncillo, el laurel y la cáscara de naranja. Ya que esté todo bien molido se cuela y se le agrega la carne, poniendo en el fuego hasta que hierva. Antes de que agregue lo dulce, debe sazonar el guisado con sal al gusto. Pruébelo. ¡Ah!, el bolillo se incorpora a la salsa dulce para que espese.

¿Se han fijado que en esta ocasión me porté bien decente y no hablé mal ni del impuesto ni de los del dedo fácil y el coco seco?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

porque no ponen fotos de todas la rienas desde al año que tengan las fotos?

Luis Miguel Berumen dijo...

Las fotos de todas las reinas las pueden apreciar en la fototeca que está en la Dirección de Turismo de Jerez. En este blog no se han publicado, porque solo es una recopilación de los artículos que aparecen en "El Alacrán" los domingos.