viernes, 17 de junio de 2016

LA LLORONA DE LA CALLE DEL CIPRÉS

Uno de esos historiadores que creen sabérselas de todas me aseguró que en Jerez en los años de la invasión francesa no pasó nada, que los franceses amistaron y hasta emparentaron con los jerezanos. Eso no es cierto, sí pasaron varios acontecimientos bélicos, y de ahí se desprende esta hermosa leyenda:
LA LLORONA DE LA CALLE DEL CIPRÉS
Cuando los franceses al mando del capitán Crainvilles llegaron a Jerez, el 26 de marzo de 1864, hubo tímida resistencia por parte de los campesinos y habitantes de la región, así como de las tropas leales a González Ortega, pues los ricos comerciantes, poseedores de haciendas y acaudalados negociantes vieron con mucho agrado la intervención de los galos. En menos de dos meses, Hilario Llamas (constructor y dueño de la finca conocida como “De las Palomas”) firmaba a nombre de Jerez el acta de adhesión al Imperio de Maximiliano. Claro, a él ya lo habían nombrado antes Prefecto, con lo que podría resolver muchos agravios que tenía con quienes habían sido autoridades antes.
Los franceses en su aventura de guerra, venían acompañados de feroces zuavos que no se tentaban el alma para despachar al otro mundo a cuanto cristiano les pusieran enfrente. Eran estos zuavos soldados mercenarios de Argelia. Y se caracterizaban por usar unos pantalones colorados muy voluminosos, chaqueta corta sin cuello, faja de lana muy ancha, polainas de lona blanca y un gorrito tipo fez con su borla. (Como si fuera un vaso al revés). Los zuavos hicieron muchas tropelías en la región y eran temidos, pues el tener la desgracia de enfrentarse a ellos era condena inequívoca de muerte.
Sucede que los franceses se quejaban de que tiradores anónimos les causaban bajas cuando hacían sus rondas, esto especialmente cuando vigilaban las alturas del Santuario. Por buen tiempo no se supo de donde provenían los disparos que causaban muertes a los invasores. Hasta que una noche, alguien detectó que desde un alto ciprés situado en el callejón de las Campanas era de donde disparaban. Hay que aclarar que este callejón de las Campanas fue llamado así porque en el siglo XVIII ahí se establecieron las fraguas para fundir varias esquilas que luego serían colocadas en los templos de Jerez. Luego se conocería como calle del Ciprés o de las Artes.
Los franceses dispusieron vigilancia especial nocturna y pronto tuvieron éxito. Un  grupo de zuavos logró capturar en una oscura noche a rebeldes jerezanos que se subían al entonces vigoroso ciprés y desde ahí disparaban con sus rifles a las patrullas de invasores que rondaban. Se guiaron por el resplandor de los disparos.  Sin esperar nada, en cuanto los apresaron, ahí mismo les dieron muerte degollándolos con sus filosas cimitarras. Por desgracia, un pacífico jerezano acompañado de su esposa venía entrando por la acequia de esa calle sin darse cuenta de lo que ocurría. Cuando vio a los soldados, apremió a su mujer para desandar sus pasos, interponiéndose para lograr que ella escapara, pues los zuavos creyéndolo un enemigo más lo corretearon hasta alcanzarlo. Eso no les fue muy difícil, porque los argelianos bereberes están acostumbrados a correr en las ardientes arenas del desierto delante de los camellos para que estos caminen a su vez.
La mujer cuando vio que apresaban a su marido, se regresó, suplicándoles de mil maneras a los soldados que no le hicieran nada a su media naranja. De nada valieron sus peticiones, sus lágrimas, sus súplicas. Los zuavos recorrieron todo el callejón de las campanas, dieron vuelta por la pequeña calle “Cerrada del Santuario” (hoy conocida como calle Hidalgo) y al llegar casi a la puerta de la sacristía del Santuario, asesinaron al apresado atravesando su pecho con una de sus afiladas armas. Luego, lo colgaron de un grande y añoso mezquite que antes ahí había. E hicieron saber a los cuatro vientos, que así moriría cualquiera que atentara contra el imperio.
La infeliz jerezana plañía, rogaba a la Virgen de la Soledad para que a ella le diera también la muerte, y a pesar de las amenazas de los zuavos, no se alejó del lugar. Por varios días sus lágrimas, gritos, y peticiones de clemencia llenaron con sus ecos el barrio, sin que nadie intentara consolarla ni bajar los despojos del desafortunado del mezquite donde pendía como siniestro trofeo. ¡¡¡Ayyy de mis hijos!!! ¡¡¿¿Qué será de mis hijos sin su padre??!! ¡¡No me desampares Virgencita de la Soledad!!
Se cuenta que en el anonimato de una noche, valientes manos descolgaron los macabros restos y también se llevaron a la desconsolada viuda que dicen, murió de angustia e inanición a los pies de su marido. Se dice que fueron sepultados dentro de la huerta que perteneciera a don León Cabrera, muy cerca del ciprés, donde con el cobijo de las aguas de la acequia servirían de nutriente abono para el árbol.
Mucho escándalo causaría esas muertes entre los jerezanos pudientes, los que pidieron a los franceses no tomar acciones tan radicales, exigiéndole a don Hilario Llamas renunciara por su ineptitud, cosa que hizo, siendo nombrado como prefecto don Julian Brilanti, un jerezano mesurado y respetado en toda la región. Don Julián organizó guardias nocturnas de la policía a partir del 20 de julio de 1865. Todavía sería año y medio el que se soportaría la presencia de los extranjeros, pero en noviembre de 1866, las fuerzas liberales ya tenían el poderío en la región, mismo que se consolidó el 27 enero de 1867, en que Benito Juárez, huyendo de sus perseguidores se refugiara en Jerez donde se hospedó en la casa de don Marcelino Murguía, quien había sido nombrado recientemente Jefe Político. Al siguiente día, llegaron mil quinientos soldados liberales.
Los vecinos de las calles del Ciprés e Hidalgo, aseguran que en las noches oscuras se escuchan gritos pidiendo auxilio, lamentos y sollozos en las cercanías de la sacristía, luego se percibe como si quien llorara o se lamentara recorre la calle Hidalgo y sigue por la del Ciprés, perdiéndose los ruidos casi al llegar al Ciprés. Hay quien asegura que es el alma de la desafortunada mujer que perdiera a su marido en esa cruenta noche en que se encontraron con los zuavos. ¡¡¡Ayyy de mis hijos!!! ¡¡¿¿Qué será de mis hijos sin su padre??!! ¡¡No me desampares Virgencita de la Soledad!!.


EL BURRO DE LOS CODOS NEGROS. Hace pocos días, en la presentación de un libro a la que acudió el ya famoso y fementido poeta de los codos negros, un cronista le preguntó: “-Y tú, ¿Cuándo haces tu libro?” A lo que el poeta archivista contestó: “En cualquier rato, si este burro puede ¿por qué yo no?”. –Refiriéndose a la persona que estaba presentando su obra, obra que fue el fruto de muchos años de investigación. Este poeta –el de los codos negros- tiene bastantes años de robarse impunemente los archivos para su uso personal y nunca ha podido hacer ni siquiera un mamotreto de poesía. Lo que debe hacer es tener más cuidado con lo que dice y a quien se lo dice. Aunque traiga lentes, le pueden tumbar los dientes. (Salió el verso y eso que yo no soy el poeta de “las callezuelas en que se gastan las suelas, cuando les duelen las muelas y les pican las… espuelas”).

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